viernes, 1 de junio de 2018


¿Qué cosa es realmente “Yuma”?

Julio Martínez Molina

LA HABANA.— Yuma es una pequeña ciudad perteneciente al condado homónimo, en Arizona, de clima asfixiante (el sitio del planeta de más horas de sol al año), sin agua, rodeada de cactus y los arenales del desierto de Sonora, el mismo por donde corren desesperadamente los inmigrantes mexicanos cazados por el granjero estadounidense del extraordinario filme ganador del penúltimo Festival Internacional de Cine de La Habana.
Desierto (México, Jonás Cuarón), la película de marras, es una bestial alegoría sobre la violencia congénita de una nación cuyo decurso histórico pasa inexorablemente por la sangre, el exterminio y la voracidad.

Yuma forma parte geográfica del oeste. Y la colonización del este hacia el oeste, en términos de historia estadounidense, constituye una de las tantas vergüenzas irreparables de un país; crimen eugenésico contra los nativos del continente; despojo alevoso y siniestro. También el relato del desangramiento fratricida de un pueblo.
El 70 % de la población actual de Yuma es de raza blanca; solo el 1,7 % amerindia. Los guarismos hablan con elocuencia del genocidio.
Sam Fuller, gran realizador hoy casi olvidado, se pone de parte de los indios en el western revisionista Yuma (1957), algo poco usual dentro de la narrativa del género, de mucho seguimiento en los cines cubanos entre 1960 y 1989, cuando era extraño que en un mes no apareciera algún título de ese tipo en cartelera. Durante el lustro posterior al éxodo del Mariel se pasó sin cesar en el país la película titulada Los malvados de Yuma (Delmer Daves, 1958). También, El tren de las 3:10 a Yuma (Delmer Daves, 1957).
Un sector poco cultivado en materia intelectual, de escasa educación pero de nefasta influencia sobre determinados porcentajes demográficos desprovistos de una coraza gnoseológica y conductual contra tales perniciosas señales, comenzó a tomar la parte por el todo, e identificar a Estados Unidos como «la Yuma». De igual manera, al extranjero –luego de los 90 y la etapa semántica del «pepe»–, como «el yuma».
Más allá de la campal ignorancia que presupone tan pueril analogía, subyace en parte de quienes se apropiaron del inventado recurso lingüístico un deje de admiración, de regusto hacia cuanto proviene de «la yuma» o «del yuma»; en cierto modo explicable por la proclividad en nuestras falencias económicas; aunque en ningún modo comprensible desde el plano ético, desde una posición de dignidad, valores propios, autorrespeto.
Con «el yuma» en Cuba se han hecho las mil maravillas. La picaresca insular «coge para sus cosas» a los provenientes de numerosas naciones. Pero, lamentablemente, ha sido, es a veces, sobre la base de grandes pérdidas morales en el camino.
No por despreciable no consustancial a los hombres, la xenofobia florece en tiempos de crisis económica. Desde los anales de la historia los extranjeros fueron rechazados por distintas comunidades poblacionales, debido, entre otras razones, a presuntos robos de territorios, mujeres, recursos, puestos de trabajo... Constituyó la del odio al otro una carta política jugada por muchos estamentos del poder, todavía harto rentable a estas alturas. Por el contrario, resulta en extremo menos común la manifestación antónima de la xenofilia. O sea, la antítesis: el amor al (a lo) extranjero.
Una camada de xenófilos criollos de tres por cuatro no puede implantar apelativos convertidos en norma. Si alguien quiere decir «la yuma» o «el yuma» ese es su conflicto, que en última instancia desnuda en un par de palabras su esencia. Ni por gracia, falsa solidaridad, costumbre, juego o cualquier otro motivo una persona que no se manifieste en tales términos está obligada a sucumbir a ello. Ni siquiera bajo la excusa del uso extendido.
Esa «Yuma» cuya idolatría solo puede basarse en el desconocimiento histórico no solo parece destinada para plagar la América de miseria en nombre de la libertad, cual adelantase Bolívar, sino todo el planeta; e incluso a sí misma.

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