¿Qué
cosa es realmente “Yuma”?
LA
HABANA.— Yuma es una pequeña ciudad perteneciente al condado homónimo, en
Arizona, de clima asfixiante (el sitio del planeta de más horas de sol al año),
sin agua, rodeada de cactus y los arenales del desierto de Sonora, el mismo por
donde corren desesperadamente los inmigrantes mexicanos cazados por el granjero
estadounidense del extraordinario filme ganador del penúltimo Festival
Internacional de Cine de La Habana.
Desierto
(México, Jonás Cuarón), la película de marras, es una bestial alegoría sobre la
violencia congénita de una nación cuyo decurso histórico pasa inexorablemente
por la sangre, el exterminio y la voracidad.
Yuma forma parte geográfica del oeste.
Y la colonización del este hacia el oeste, en términos de historia
estadounidense, constituye una de las tantas vergüenzas irreparables de un
país; crimen eugenésico contra los nativos del continente; despojo alevoso y
siniestro. También el relato del desangramiento fratricida de un pueblo.
El
70 % de la población actual de Yuma es de raza blanca; solo el 1,7 % amerindia.
Los guarismos hablan con elocuencia del genocidio.
Sam
Fuller, gran realizador hoy casi olvidado, se pone de parte de los indios en el
western revisionista Yuma (1957), algo poco usual dentro de la narrativa del
género, de mucho seguimiento en los cines cubanos entre 1960 y 1989, cuando era
extraño que en un mes no apareciera algún título de ese tipo en cartelera.
Durante el lustro posterior al éxodo del Mariel se pasó sin cesar en el país la
película titulada Los malvados de Yuma (Delmer Daves, 1958). También, El tren
de las 3:10 a Yuma (Delmer Daves, 1957).
Un
sector poco cultivado en materia intelectual, de escasa educación pero de
nefasta influencia sobre determinados porcentajes demográficos desprovistos de
una coraza gnoseológica y conductual contra tales perniciosas señales, comenzó
a tomar la parte por el todo, e identificar a Estados Unidos como «la Yuma». De
igual manera, al extranjero –luego de los 90 y la etapa semántica del «pepe»–,
como «el yuma».
Más
allá de la campal ignorancia que presupone tan pueril analogía, subyace en
parte de quienes se apropiaron del inventado recurso lingüístico un deje de
admiración, de regusto hacia cuanto proviene de «la yuma» o «del yuma»; en
cierto modo explicable por la proclividad en nuestras falencias económicas;
aunque en ningún modo comprensible desde el plano ético, desde una posición de
dignidad, valores propios, autorrespeto.
Con
«el yuma» en Cuba se han hecho las mil maravillas. La picaresca insular «coge
para sus cosas» a los provenientes de numerosas naciones. Pero,
lamentablemente, ha sido, es a veces, sobre la base de grandes pérdidas morales
en el camino.
No
por despreciable no consustancial a los hombres, la xenofobia florece en
tiempos de crisis económica. Desde los anales de la historia los extranjeros
fueron rechazados por distintas comunidades poblacionales, debido, entre otras
razones, a presuntos robos de territorios, mujeres, recursos, puestos de
trabajo... Constituyó la del odio al otro una carta política jugada por muchos
estamentos del poder, todavía harto rentable a estas alturas. Por el contrario,
resulta en extremo menos común la manifestación antónima de la xenofilia. O
sea, la antítesis: el amor al (a lo) extranjero.
Una
camada de xenófilos criollos de tres por cuatro no puede implantar apelativos
convertidos en norma. Si alguien quiere decir «la yuma» o «el yuma» ese es su
conflicto, que en última instancia desnuda en un par de palabras su esencia. Ni
por gracia, falsa solidaridad, costumbre, juego o cualquier otro motivo una
persona que no se manifieste en tales términos está obligada a sucumbir a ello.
Ni siquiera bajo la excusa del uso extendido.
Esa
«Yuma» cuya idolatría solo puede basarse en el desconocimiento histórico no
solo parece destinada para plagar la América de miseria en nombre de la
libertad, cual adelantase Bolívar, sino todo el planeta; e incluso a sí misma.
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