De
visita en Miami
N.
Mario Rizzo Martínez
LA
HABANA.— Ir a Miami puede ser
algo largamente deseado para muchas personas; para los cubanos en particular
representa poder visitar y saludar a familiares y amigos separados por un
estrecho que gracias a la política se ha convertido en océano.
La
ciudad es bella y su playa resulta relativamente buena, el desarrollo de primer
mundo es reconocible de inmediato por las excelencias de sus vías, el
desarrollo del comercio, las numerosas y variadas ofertas gastronómicas, la
eficiencia del correo postal y el sistema bancario, la calidad de los servicios
que allí se prestan, y muchas cosas más.
Pero
siendo cubano resulta visita obligada ir a la iglesia de la Caridad del Cobre,
copia moderna del viejo santuario en Santiago
de Cuba, que sin dejar de ser hermosa no puede emular con el original.
Luego se impone ir a la Calle 8, con sus
pequeños teatros, galerías de arte donde no sorprende encontrar obras de
pintores de la isla, y el parque Máximo Gómez, donde desde hace más de 55 años
juegan al dominó ancianos de ayer y de hoy que despotrican sobre todo lo que
huela a la realidad de la añorada patria.
Seguramente,
siendo cubano, le llevarán al restaurante
Versalles, tal vez sólo a la cafetería, y entonces sufrirá el primer gran
impacto pues unos carteles en la pared junto a cada mesa dicen casi
textualmente: “Cubanos, si no van a consumir no ocupen las mesas”. No es
actitud grosera del propietario, es una forma de defenderse de incómodos
asistentes empecinados en convertir el lugar en plaza pública donde exponer sus
opiniones, eso sí, sin consumir por no tener dinero o porque lo importante para
ellos es lograr encontrar alguien que escuche sus “descargas”.
Pero
si usted es cubano (en plan de visita) se sentirá incómodo, al menos hasta que
algún coterráneo de vieja data en aquellos lares le explique la estratificación
social vigente en la moderna ciudad que quiso ser la capital de Latinoamérica.
Así sabrá que mexicanos indocumentados friegan autos, que haitianos llegados a
La Florida de una forma u otra cortan la hierba, que los jóvenes
centroamericanos tratan de establecer sus maras, que los cubanos menos
afortunados hacen trabajos como la plomería, la construcción, y otros, mientras
mantienen a aquellos viejos empeñados en seguir haciendo tertulias en parques y
cafeterías.
La famosa Calle 8 de Miami. |
A
los cubanos de éxito seguramente no podrá verlos, están ocupados haciendo
política o haciendo dinero, o ambas cosas a la vez. Se conformará con ver
muchos artistas conocidos trabajando en modestos canales de habla hispana, en
variados programas que alternan con novelas a granel motivadoras de numerosas
crisis existenciales.
Alguno
que otro ha logrado situarse en una cadena importante y a golpe de talento
llegar incluso a papeles estelares, como un excelente conductor y entrevistador
que llevó a su programa a un grupo de teatro cubano-colombiano recién premiado
en Europa y Suramérica, pero quienes para poder presentar la misma en una
Universidad de Miami lo habían hecho sólo cubriendo los gastos de viaje y
hospedaje; al preguntarle al actor principal cómo se sentía allí le dijo estar
contento por visitar la ciudad de mármol, sorprendido le preguntó por esa
definición a lo cual respondió “pues aquí sólo puedes mirar el mar o ir al mol
(en referencia a los centros comerciales)”
Un
famoso editor cubano, buen conocedor de los Estados Unidos y en particular de
Miami y otras zonas de concentración de cubanos, la había definido como la
capital de la incultura, pero más grave aún es la definición aportada por
muchos jóvenes quienes la consideran una sociedad de penes inactivos, puestos
en uso sábados y domingos, ayudados por la famosa pastilla “de fin de semana”
pues a tal punto llega el estrés.
Perseguir
un sueño es un derecho, alcanzarlo sólo una posibilidad. En su búsqueda han
arribado cientos de miles y cientos de miles más arribarán, por eso sigue
creciendo la ciudad rodeada de zonas residenciales miméticas pero al gusto de
los arribantes.
Mucho
más pudiera comentarse. Los solidarios cubanos ayudan al pariente que recién
arriba, pero no tardan en pedirles que salgan a ganarse la vida pues no es
sociedad donde se incumpla el precepto leninista “el que no trabaja no come”.
En
esa batalla por insertarse gran cantidad de familias son asimiladas por
arcaicas normas de conducta social, heredadas de una Cuba que dejó de existir hace
décadas y que los jóvenes sólo conocen a través de obras de teatro o cine. Son
quienes almuerzan huevos pero eructan langosta pues el estatus aparente debe
ser mantenido a todo costo.
Genios
duplicadores de tarjetas, estafadores del medicare, vividores de pensiones
pagadas por los contribuyentes norteamericanos, vendedores de cosas
falsificadas, y muchas cosas más aparecen a cada rato. No es de extrañar.
Otros
añoran el país que dejaron, el único del mundo donde sin trabajar se puede
sobrevivir, que no vivir como quisieran pero tampoco sofocados por facturas e
hipotecas destructoras del sistema digestivo más fuerte, aquel donde se visita
a cualquier vecino o amigo sin importar el horario, se discute a voz en cuello
en plena calle sobre política o deportes, se vive en sociedad y no aislado.
Mas
otros muchos son felices, como en todas partes, y muchos más han ayudado a que
medio siglo ha bastado para convertir un pantanal en una ciudad moderna que tal
vez desee seguir aspirando a ser la capital de los hispanoparlantes de América
por debajo del Río Bravo, pero
seguramente sin lograrlo.
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